jueves, 25 de septiembre de 2008

"Por primera vez en la historia, una crisis no comienza en los países emergentes". CFK

La primera burbuja estudiada comenzó en el siglo XVII, en Holanda –el país "central" de entonces- y es conocida como la "burbuja de los tulipanes".

El tulipán era una flor no conocida en Europa, hasta que fue traída del Asia por comerciantes de ultramar. Rápidamente apreciada, su valor comenzó a ascender, hasta que en la década de 1630, todos enloquecieron. Los precios ascendían sin parar. En 1635 cuarenta bulbos costaban 100.000 florines y un bulbo llegaba a venderse a 5500.
El precio subía y parecía que ese ascenso era infinito. La gente comenzó a hacer inversión en tulipanes deshaciéndose de sus bienes básicos y se produjeron hechos tragicómicos, como el de un marinero condenado a prisión por haberse comido un bulbo accidentalmente.
Hasta que en 1637 ocurrió lo inevitable: los especuladores más avispados detectaron signos de agotamiento del mercado (por primera vez una colección exclusiva no encontró comprador) y comenzaron a vender. Fueron inmediatamente seguidos por inversores más "informados"... y por otros, y otros... hasta que el pánico se apoderó del país.
Explotó la burbuja, causando quebrantos que empobrecieron a muchos y enriquecieron a otros y luego incluso de que el propio gobierno holandés dictara leyes para atenuar las obligaciones contraídas entre privados, con decisiones tales como que los contratos a futuro se resolverían con el pago del 10 % del valor contratado –lo que por supuesto, no dejó conformes ni a vendedores ni a compradores, unos porque debían resignarse a cobrar apenas el 10 % de lo pactado y otros porque debían pagar la décima parte de lo acordado por algo que ya no valía nada.

La explosión de la burbuja dejó, como siempre ocurre, vencedores y vencidos. Vencieron aquellos que vendieron justo antes de la explosión, acumulando grandes beneficios. Perdieron quienes habían liquidado su patrimonio para especular con bulbos y al final se quedaron con tulipanes y sin casa. Y perdió el país, que durante años se vió sumido en una importante depresión económica.

Fue una burbuja también la "Gran depresión" de los años 30, con una mecánica más cercana a la especulación financiera aunque no alejada de decisiones que actuaron como los pases de magia de los "apredices de brujos", que intentan neutralizar fenómenos no demasiado alejados de las fuerzas de la naturaleza. El resultado fueron diez años (la década del 30) con graves consecuencias en todo el mundo, y la siembra de los desequilibrios que abrieron paso a la Segunda Guerra Mundial.

Más cerca en el tiempo se dio la "burbuja inmobiliaria" de Japón, en 1990. Los argentinos la recordamos porque con la venta de nuestra sede diplomática soñamos alguna vez contruir una nueva capital. Por supuesto, estalló como todas, provocando, entre otras cosas el estancamiento por diez años de la segunda economía del mundo.
Las tres "burbujas" mencionadas, las más grandes y estudiadas de la historia, se originaron, justamente, en países del "centro" económico. Son, además, las paradigmáticas.
Las burbujas son normalmente el resultado de una negociación apoyada sólo en expectativas, sin base en la economía real, que ante la imprevista toma de conciencia por parte de los inversores de su posible estallido (ya que las burbujas no se "derrumban" sino que "estallan"), generan una caída generalizada de los precios hasta su verdadero valor provocando un shock o una depresión.

No es un fenómeno nuevo y no hay acuerdo total en la ciencia económica sobre sus causas últimas, aunque sí en su naturaleza: es la negociación de altos volúmenes a precios que difieren sustancialmente de sus valores intrínsecos. ¿Cuáles son éstos? Pues los "fundamentales", es decir los que reflejan la real oferta y demanda del mercado.

La actual no escapa a esa definción y hay consenso en que su naturaleza es la generación desmadrada de valores financieros virtuales sin relación con su respaldo en la economía real.


Extracto de www.ricardolafferriere.com.ar para NOTIAR

martes, 23 de septiembre de 2008

¿Populismo en el nuevo siglo?

Las modificaciones que se produjeron en los últimos veinte años en América Latina pusieron en crisis, de forma dramática, las estructuras económicas y las relaciones sociales y políticas en la región. Esto nos llevaba a preguntarnos hasta qué punto las teorías clásicas del populismo nos permiten seguir entendiéndolo como uno de los principales caminos de construcción de la comunidad política nacional. En otros términos: ¿pueden seguir produciéndose regímenes populistas?, o ¿el populismo ha desaparecido?[1]
Las teorías clásicas sobre el populismo latinoamericano centraban su análisis en la existencia de un modelo económico y en una particular coalición de intereses. Los profundos cambios que sufrieron los países de la región desarticularon este modelo y sus alianzas sociales, sin embargo el populismo perdura como una identidad o tradición política.
Estas teorías nos introducían en las tensiones producidas por los procesos de modernización en los países latinoamericanos durante los últimos setenta años, junto con la contradictoria inserción en la vida social, económica y política de gruesos contingentes de población hasta ese entonces marginados.
Para la teoría de la modernización en América Latina se daba un par polar entre la sociedad tradicional y la sociedad industrial. Entre estos dos momentos se produjeron una serie de cambios que, entendidos bajo el nombre de transición, permitieron distinguir el pasaje de un polo al otro.
Una de sus características fue la asincronía del cambio, tanto entre las distintas sociedades, como al interior de una misma sociedad. Así, entre dos sociedades puede haber una más desarrollada en cuanto a los valores que han sido incorporados de la sociedad industrial a cada una de sus esferas (social, económica, moral, cultural, política). Pero a su vez, puede haber un desbalance al interior de una sociedad respecto de la convivencia en su seno de características tradicionales y modernas que se convierten en el motor de conflictos sociales
La asincronía de carácter geográfico, entre las instituciones, entre los diferentes grupos sociales, o motivacional, hace que coexistan formas sociales que pertenecen a diferentes épocas, haciendo conflictivo el proceso de cambio con el pasado, lo cual es vivido como crisis.
Esta será una de sus características centrales del populismo, donde el retraso en la incorporación de las masas a la vida moderna actuará como freno a la modernización.
Este punto es de relevancia respecto del carácter que poseen los sectores populares recién movilizados y urbanizados. Pero, si en su pasaje perduran comportamientos tradicionales, dada la rapidez del proceso, nos encontraremos con clases populares de formación reciente, sin experiencia sindical y con problemas de integración que se agravan por la sobreurbanización.
Una de las principales características de los estudios sobre los populismos latinoamericanos fue la dificultad para construir un acuerdo sobre su definición, a excepción de su carácter urbano.
Sus críticos lo identifican con el oportunismo político de los líderes, sus sostenedores con la posibilidad dada a las masas excluidas de insertarse en la vida del país.
Ante esta profunda diversidad, ¿de qué estamos hablando al referirnos a esta categoría?
Recurramos a la respuesta dada por Gino Germani que consideraba que se debía partir de la movilización de los sectores populares “...que parecen representar la forma peculiar de intervención en la vida política nacional de los estratos tradicionales en curso de rápida movilización en los países de industrialización tardía”.[2]
Pero, ¿por qué refiere a una forma “peculiar”? En lugar de una extensión de la democracia a estos nuevos sectores incorporados, se daría la posibilidad de que la participación política sea alcanzada a través de algún tipo de revolución nacional-popular que canalice la movilización de las masas que no logran expresarse por medio de los canales “tradicionales”.
Nos encontraríamos ante la puesta en marcha de sectores recientemente movilizados que son definidos como marginales. Esta característica marca definitivamente estas interpretaciones de los nacionalismos populares y las causas de la no aceptación de mecanismos de participación democrática y la revalorización del liderazgo personal, tan caro tanto para las formas tradicionales como para los movimientos populistas.
Además, esta “emergencia” de las masas se da en un momento de crisis de las ideologías democráticas, tanto a nivel mundial como nacional. La utilización de los mecanismos y la ideología democrática como expresión del status quo, le hicieron perder su significado modernizador. Así, el surgimiento de una “revolución de las aspiraciones” de los nuevos sectores urbanizados se dio sin existir una forma de incorporarlos a la democracia representativa.
Ante la pregunta qué son los movimientos nacional populares, la respuesta de esta teoría es que éstos indican una determinada forma de incorporación de las masas populares a un sistema de nuevas pautas sociales, culturales, económicas, psicológicas y -luego- políticas que marca el camino desviante en el proceso de democratización fundamental y de modernización de los países en vías de desarrollo.
Pero estos puntos han sido también muy cuestionados ya que se señala la existencia de una experiencia urbana previa en las migraciones internas hacia las grandes urbes, y no se descarta ni se considera irrelevante el papel que los viejos obreros y sus organizaciones en la estructuración de los movimientos populistas.
De esta manera en el seno de un compromiso que inicialmente comprende solamente a las clases dominantes, es donde se deberá entender el origen del populismo. A ese compromiso inicial se le debe sumar la creciente presión popular, que encuentra su representación y control por medio del Jefe de Estado.
Es en este contexto que se introducen las formas individuales de presión de las masas populares, características del populismo, tendientes a obtener acceso a los empleos urbanos, a la ampliación de su capacidad de consumo y a la participación política.
Es la heteronomía la que facilita la utilización de las masas para la sustentación del Estado. Las clases populares de un país estarán más dispuestas a apoyar movimientos populistas cuando más tardía haya sido su integración política y cuando más traumático haya resultado el tránsito de la sociedad preindustrial a la industrial y el proceso de democratización fundamental. De otra manera, ante la autonomía de los sectores populares entraría en crisis el compromiso establecido.
Compartimos la posición que nos invita a dejar de lado interpretaciones que hacen hincapié en la culpabilidad de las masas en la aparición de esos regímenes, entendiendo la complejidad histórica del surgimiento del populismo.
La pregunta que se nos presenta es si alcanza con presentar a las masas como faltas de autonomía, como recientemente movilizadas para seguidamente señalar su aceptación de la sumisión al líder populista-autoritario.
Lo que resaltó en muchas de las experiencias populistas ha sido su desenlace autoritario. Los gobiernos populistas fueron en casi todos los casos derrumbados por otros de carácter antipopular. Este proceso constituyó un paréntesis de veinte años de autoritarismo en la mayoría de los países de América Latina. Pero este paréntesis no pudo evitar que el compromiso populista bajo el resguardo del Estado intervencionista continuara siendo el referente ineludible de la política y de la economía de la mayor parte de los países latinoamericanos.
La década de los años ochenta marcaron el período de aceleración de los cambios que se produjeron en diferentes esferas en la región. Las sociedades latinoamericanas entraron en un estado “anómico”, en una “dinámica del desorden” que dificultaron las transformaciones necesarias en lugar de posibilitarlas. Esta tendencia se reforzó con un proceso de fragmentación social que generó áreas de exclusión sin control del Estado.
Dos procesos se gestaron simultáneamente. Junto a la apertura democrática que cerró un período de gobiernos autoritarios, se dio una reversión de los ciclos económicos que llevó a la crisis de los modelos de acumulación sustitutivos. El Estado social en sus diferentes expresiones nacional popular, desarrollista y burocrático autoritario dio paso, tras su crisis, a un Estado postsocial o neoliberal que desatendió los derechos sociales y disolvió su interpenetración con la sociedad civil.
Estas reformulaciones de las relaciones trajeron aparejados cambios muy profundos en los diferentes sectores de la sociedad, en su ubicación y en su posibilidad real de demandar y conseguir beneficios. De esta manera, la sociedad estructurada a partir de los moldes estatales populistas encontró que las bases sobre las que se sustentaba habían sido destruidas.
Se desvanecía el modelo que se había desarrollado como interpretación de la comunidad política y de la nación, que había producido la integración de los sectores obreros (no sin rasgos corporativos, paternalistas y autoritarios), y que había generado un consenso societal basado en el crecimiento, la industrialización sustitutiva y ciertos niveles de distribucionismo con incremento de la justicia social. A finales del siglo veinte los moldes corporativos populistas ya no incorporan a los trabajadores.
El interrogante que surgió es si tenía sentido continuar hablando de populismo en los noventa ya que los análisis realizados parecían indicar que no tenía mayor viabilidad en América Latina. Pero podemos realizar otras consideraciones.
Si bien el “patrón societal” caracterizado por las explicaciones clásicas entró en crisis y se volvieron inviables históricamente los moldes propios del populismo latinoamericano, no es menos cierto que a partir de los años noventa, y principalmente en la primera década de nuestro siglo, se gestaron en varios países demandas sociales de liderazgos populistas.
Lo paradójico de esta situación es que se hablaba del fin del populismo al mismo tiempo que se producía su resurgimiento, junto con cambios en las formas de representación.
Este “resurgimiento” se debe a que los principios de identidad son más históricos que estructurales.[3] Tenemos por lo tanto que incluir el análisis de los procesos socioculturales, de los bienes simbólicos como de la producción de sentido que acompaña al conjunto de las prácticas sociales.[4]
La cotidianidad de los sectores “populares”, como de las capas dominantes, en los ámbitos de la familia, el barrio o la fábrica se organizaron con base en los patrones ideológicos y culturales específicos del populismo. Esto nos lleva a pensar que un quiebre “estructural” de su soporte no implica que las modificaciones valorativas también se hayan dado.
Una distinción no menor es que es diferente llamar populista a un movimiento que trata de llegar al poder, que darle ese nombre a un movimiento en el gobierno, o a la manera de operar de un régimen político en una fase determinada.[5]
Estas consideraciones nos permiten pensar que las diferencias entre el “viejo” populismo y el “nuevo” populismo no implicarían formas alternativas de representación, sino el mismo estilo inserto en condiciones histórico-estructurales diferenciales que los limitan, restringen o potencian en menor o mayor medida.
La mayoría de las interpretaciones parten de formulaciones sociológicas para explicar el fenómeno de la falta de autonomía de los sectores populares.
Ahora bien, de esta primera hipótesis desprenden una segunda, la cual es de carácter político, y es la adhesión de las masas populares a los líderes populistas.
Discutimos que de una hipótesis sociológica, que establece condiciones al accionar de los individuos, se desprenda una hipótesis política que es la adhesión al líder. De esta forma las modificaciones en los patrones societales indicarían una subsecuente alteración de los patrones políticos. A nuestro entender aquellas posiciones que parten de los cambios sociales para desprender cambios políticos no permiten visualizar claramente la compleja interrelación entre política, sociedad, cultura y economía. La forma en que se entrelazan las modalidades más extremas o menos extremas de populismo dependen de esta interrelación. Por lo tanto el fin de un modelo de relación Estado-sociedad no nos debe llevar a desprender el fin de un modo de representación como el populista.
La sociedad, el Estado y la economía de América Latina no son las mismas que hace cuatro décadas. Esto no nos puede llevar a considerar sin más el fin del populismo, ni la imposibilidad de su continuidad.
[1] Mutti, V. G., “Las conceptualizaciones clásicas del populismo en América Latina y su actualidad”, en Temas y Debates, Revista de la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Rosario, año 5 n° 4 y 5, julio de 2001, págs. 83 a 104.
[2]Germani, G., Política y sociedad en una época de transición, Paidós, Buenos Aires, 1968, pág. 209.
[3]Faletto, E., Rama, G., “Cambio social en América Latina”, en Revista de Pensamiento Iberoamericano, n° 6, 1984, pág. 29.
[4]Dos Santos, M., Calderón, F., Sociedades sin atajos, Paidós, Buenos Aires, 1995, pág. 201.
[5]Nun, J., "Populismo, representación y menemismo", en Borón, Atilio et al, Peronismo y menemismo. Avatares del populismo en Argentina, El Cielo por Asalto, Buenos Aires, 1995, pág. 72
op cit, 1995, pág. 72.