Desmond Tutu (Premio Nobel de la Paz 1994).
Las relaciones entre las oposiciones y los oficialismos siempre han
sido trabajosas, inestables y conflictivas. Se producen en los diferentes
ámbitos de la política: en el nacional, en la provincial y en la municipal o
local. Esta situación se profundiza, a su vez, ya que en la mayor parte de las
instancias electorales nos enfrentamos a la necesidad de elegir entre grandes
frentes que conforman la oferta presentada a la ciudadanía. Al interior de
dichos frentes los cambiantes intercambios entre los partidos los vuelven principalmente
instancias electorales más que de gobierno.
Ante esta caracterización es importante resaltar
la tensión que se produce en nuestro país entre la
instauración de una democracia que no necesariamente se preocupa por el
resguardo del republicanismo (aunque no solamente por los debates de este
último año) ni por el federalismo (el cual aguarda aún la sanción de una nueva
regulación fiscal pendiente desde 1994).
De esta forma se desarrolló una cultura electoral profundizando, en
muchos casos, sólo el concepto procesal de
la democracia, pero que no necesariamente forjó una cultura democrática.
Nuestra democracia es un régimen político, pero ha alcanzado en muchas
oportunidades sólo niveles formales en las coyunturas electorales. Menor ha
sido el desarrollo de aquel conjunto de creencias, valores, actitudes,
prácticas y ámbitos de convivencia que condicionan y son expresadas por la
sociedad.
Resulta claro que toda democracia moderna se caracteriza por incluir
entre sus requisitos un conjunto de reglas de juego. Han sido formuladas de distintas
maneras, aunque enumeradas sintéticamente las podemos agrupar en: la regla del
consenso, la regla de la competencia, la regla de la mayoría, la regla de la
minoría, la regla de la alternancia, la regla del control, la regla de la legalidad,
y por último la regla de la responsabilidad. Todas estas reglas funcionan si
los ciudadanos son responsables y comprenden que deben funcionar todas juntas,
reproduciéndolas sin ponerlas en peligro.
Para que se haga operativa la regla del consenso y la de la
competencia la democracia moderna exige, como dato principal, al sufragio
universal. Los ciudadanos se enfrentan al voto con sus dudas, temores,
certezas, esperanzas, con sus costumbres, con sus prácticas, con su cultura.
Eligen en función de los problemas o por su identificación con un candidato o
con un partido, votan a favor o en contra. Buscan nominar, asignar a alguien la
capacidad de decidir y gestar soluciones para aquellos problemas que han sido
demarcados y que consideran que los acercará a un interés general. Simplifican.
Las elecciones no resuelven los problemas, sino que indican quienes serán los
encargados de resolverlos, por ello no necesariamente determinan las políticas.
Es por esto que el sistema de partidos del país, o de las diferentes
divisiones territoriales, es el reflejo de las tradiciones organizativas de la
política y de sus fuerzas sociales. Sin embargo hoy encontramos que cada vez
más no cumplen con la representación ciudadana. Ha disminuido su capacidad de
ser los actores que generan la identificación de la ciudadanía y la agregación
de las demandas. No se concentran en conservar adherentes – como en el pasado-,
sino en conquistar un electorado con la popularidad de sus dirigentes obtenida
en apariciones mediáticas.
Las encuestas de opinión son la guía de lo que los partidos deben
hacer y de cuál es el registro del estado de opinión. La ciudadanía tiene
pronunciamientos eventuales, no permanentes, que se orientan por ese estado de
opinión. La fluctuación del voto es un estado continuo, con un electorado mayoritariamente
no alineado que no se identifica permanentemente con una etiqueta partidaria.
Es por esto que la característica fundamental del espacio público en
la actualidad es que ya no está regulado sólo por las fuerzas políticas. En él
coexisten diferentes partícipes de la comunicación política.
Esta situación grafica la crisis de los principios organizativos
sobre los que se crearon y sustentaron los partidos de la sociedad de masas. A
su debilidad para insertarse territorialmente en las provincias y en los
municipios se le suma el resquebrajamiento de las estructuras de alcance
nacional. Se ha sugerido que es más oportuno hablar de sistemas subnacionales
de partidos políticos que logran aglutinarse en elecciones de carácter
nacional.
De esta manera se refuerzan los jefes políticos territoriales, que acrecientan
su poder y utilizan sus recursos para controlar los aparatos partidarios y así promover,
o vetar, a los ciudadanos que aspiran a ser representantes.
Durante la última década en muchas de las contiendas elecciones la
democracia se caracterizó por darle a los electores la ‘opción’ entre un
partido y el mismo partido y cuyos candidatos proponen ‘no programas’ que ellos
cuidarán que no se concreten.
Los partidos políticos no son los mismos, los ciudadanos
representados son otros, el espacio público tiene otros actores muy poderosos. Las
instituciones deben acompañar estos cambios para que la política siga
constituyéndose en el ámbito donde surge lo común a una sociedad.
Por lo antes
señalado, para vivir en este tipo de régimen político con responsabilidad, es
fundamental que se afiance la cultura democrática, ya que sin su desarrollo una
sociedad de masas se reduce a un conjunto disperso de reivindicaciones, que
produce gobiernos impulsados a decidirse por distintas dosis de abierta
demagogia o autoritarismo oculto.
Las instituciones importan, ya que son cruciales para estructurar la
lucha política y el debate de las ideas. Así la búsqueda del diálogo con
responsabilidad, se coloca en el centro de la escena política y social de
nuestro país.
Pero para su realización es necesaria la existencia de un conjunto
de argumentos genuinos que deben evitar algunas circunstancias. El diálogo no
implica la simple expresión de intereses particulares para buscar una solución,
pero tampoco pueden desentenderse de los mismos. Además no puede centrarse sólo
en la descripción de tradiciones o costumbres como manera de resolución de las
diferencias, ni en resultados que se dirigen a nombres propios o grupos
definidos. Es por ello que el diálogo debe resistir a las incongruencias de las
prácticas de los formuladores de los argumentos y a las expresiones que no sean
aceptables desde un punto de vista imparcial.
Dejar de lado todos estos
límites hace progresar el diálogo hacia criterios de imparcialidad y
responsabilidad, enfrentando el autointerés y la indiferencia hacia las
diferentes soluciones propuestas. Pero además, al oponerse a las negociaciones
basadas en puros intereses lleva al fortalecimiento de los procesos
democráticos, ya que de otra manera valores como la igualdad y la equidad son
puestos en peligro. Si se pone en peligro los derechos y no son asegurados,
existe evidencia para suponer que el resultado del proceso no será justo.
De esta manera el diálogo entre las oposiciones y los oficialismos deben prestar atención a la mayor
cantidad posible de intereses por la necesidad de alcanzar soluciones que
satisfagan a la mayoría.
Las instituciones son el
marco de este ejercicio, lo facilitan, lo encaminan, le colocan límites, hacen
de la democracia una experiencia de construcción colectiva.
Artículo preparado para la Revista PuntoBiz 10º aniversario
Rosario, mayo de 2013.
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