En los números 15 y 16 de la revista mensual de política y cultura La Intemperie, con sede en la provincia de Córdoba, apareció el testimonio de Héctor Jouvé. Al número 17 de la misma revista, Oscar del Barco envió una carta escrita a partir de la lectura del testimonio y a partir de la autocrítica de la propia experiencia. Esta carta abrió un debate durante 2004 y 2005 del que seleccionamos la participación de del Barco y de Luis Rodeiro.
Carta de Oscar del Barco
Al leer la entrevista con Héctor Jouvé, cuya transcripción ustedes
publican en los dos últimos números de La
Intemperie, sentí algo que me conmovió, como si no hubiera
transcurrido el tiempo, haciéndome tomar conciencia (muy tarde, es cierto) de
la gravedad trágica de lo ocurrido durante la breve experiencia del movimiento
que se autodenominó "ejército guerrillero del pueblo". Al leer cómo
Jouvé relata sucinta y claramente el asesinato de Adolfo Rotblat (al que
llamaban Pupi) y de Bernardo Groswald, tuve la sensación de que habían matado a
mi hijo y que quien lloraba preguntando por qué, cómo y dónde lo habían matado,
era yo mismo. En ese momento me di cuenta clara de que yo, por haber apoyado las
actividades de ese grupo, era tan responsable como los que lo habían asesinado.
Pero no se trata sólo de asumirme como responsable en general sino de asumirme
como responsable de un asesinato de dos seres humanos que tienen nombre y
apellido: todo ese grupo y todos los que de alguna manera lo apoyamos, ya sea
desde dentro o desde fuera, somos responsables del asesinato del Pupi y de
Bernardo.
Ningún justificativo nos vuelve inocentes. No hay "causas"
ni "ideales" que sirvan para eximirnos de culpa. Se trata, por lo
tanto, de asumir ese acto esencialmente irredimible, la responsabilidad
inaudita de haber causado intencionalmente la muerte de un ser humano.
Responsabilidad ante los seres queridos, responsabilidad ante los otros
hombres, responsabilidad sin sentido y sin concepto ante lo que titubeantes
podríamos llamar "absolutamente otro". Más allá de todo y de todos,
incluso hasta de un posible dios, hay el no
matarás. Frente a una sociedad que asesina a millones
de seres humanos mediante guerras, genocidios, hambrunas, enfermedades y toda
clase de suplicios, en el fondo de cada uno se oye débil o imperioso el no matarás. Un mandato que
no puede fundarse o explicarse, y que sin embargo está aquí, en mí y en todos,
como presencia sin presencia, como fuerza sin fuerza, como ser sin ser. No un
mandato que viene de afuera, desde otra parte, sino que constituye nuestra inconcebible
e inaudita inmanencia.
Este reconocimiento me lleva a plantear otras consecuencias que no
son menos graves: a reconocer que todos los que de alguna manera simpatizamos o
participamos, directa o indirectamente, en el movimiento Montoneros, en el ERP,
en la FAR o en cualquier otra organización armada, somos responsables de sus
acciones. Repito, no existe ningún "ideal" que justifique la muerte
de un hombre, ya sea del general Aramburu, de un militante o de un policía. El
principio que funda toda comunidad es el no
matarás. No matarás al hombre porque todo hombre es
sagrado y cada hombre es todos los hombres. La maldad, como dice Levinas,
consiste en excluirse de las consecuencias de los razonamientos, el decir una
cosa y hacer otra, el apoyar la muerte de los hijos de los otros y levantar el no matarás cuando se trata
de nuestros propios hijos.
En este sentido podría reconsiderarse la llamada teoría de los
"dos demonios", si por "demonio" entendemos al que mata, al
que tortura, al que hace sufrir intencionalmente. Si no existen
"buenos" que sí pueden asesinar y "malos" que no pueden
asesinar, ¿en qué se funda el presunto "derecho" a matar? ¿Qué
diferencia hay entre Santucho, Firmenich, Quieto y Galimberti, por una parte, y
Menéndez, Videla o Massera, por la otra? Si uno mata el otro también mata. Esta
es la lógica criminal de la violencia. Siempre los asesinos, tanto de un lado
como del otro, se declaran justos, buenos y salvadores. Pero si no se debe
matar y se mata, el que mata es un asesino, el que participa es un asesino, el
que apoya aunque sólo sea con su simpatía, es un asesino. Y mientras no
asumamos la responsabilidad de reconocer el crimen, el crimen sigue vigente.
Más aun. Creo que parte del fracaso de los movimientos
"revolucionarios" que produjeron cientos de millones de muertos en
Rusia, Rumania, Yugoeslavia, China, Corea, Cuba, etc., se debió principalmente
al crimen. Los llamados revolucionarios se convirtieron en asesinos seriales,
desde Lenin, Trotzky, Stalin y Mao, hasta Fidel Castro y Ernesto Guevara. No sé
si es posible construir una nueva sociedad, pero sé que no es posible construirla
sobre el crimen y los campos de exterminio. Por eso las
"revoluciones" fracasaron y al ideal de una sociedad libre lo
ahogaron en sangre. Es cierto que el capitalismo, como dijo Marx, desde su
nacimiento chorrea sangre por todos los poros. Lo que ahora sabemos es que
también al menos ese "comunismo" nació y se hundió chorreando sangre
por todos sus poros.
Al decir esto no pretendo justificar nada ni decir que todo es lo
mismo. El asesinato, lo haga quien lo haga, es siempre lo mismo. Lo que no es
lo mismo es la muerte ocasionada por la tortura, el dolor intencional, la
sevicia. Estas son formas de maldad suprema e incomparable. Sé, por otra parte,
que el principio de no matar, así como el de amar al prójimo, son principios
imposibles. Sé que la historia es en gran parte historia de dolor y muerte.
Pero también sé que sostener ese principio imposible es lo único posible. Sin
él no podría existir la sociedad humana. Asumir lo imposible como posible es
sostener lo absoluto de cada hombre, desde el primero al último.
Aunque pueda sonar a extemporáneo corresponde hacer un acto de
constricción y pedir perdón. El camino no es el de "tapar" como dice
Juan Gelman, porque eso -agrega- "es un cáncer que late constantemente
debajo de la memoria cívica e impide construir de modo sano". Es cierto.
Pero para comenzar él mismo (que padece el dolor insondable de tener un hijo
muerto, el cual, debemos reconocerlo, también se preparaba para matar) tiene que
abandonar su postura de poeta-mártir
y asumir su responsabilidad como uno de los
principales dirigentes de la dirección del movimiento armado Montoneros. Su
responsabilidad fue directa en el asesinato de policías y militares, a veces de
algunos familiares de los militares, e incluso de algunos militantes montoneros
que fueron "condenados" a muerte. Debe confesar esos crímenes y pedir
perdón por lo menos a la sociedad.
No un perdón verbal sino el perdón real que implica la supresión de
uno mismo. Es hora, como él dice, de que digamos la verdad. Pero no sólo la
verdad de los otros sino ante todo la verdad "nuestra". Según él
pareciera que los únicos asesinos fueron los militares, y no el EGP, el ERP y
los Montoneros. ¿Por qué se excluye y nos excluye, no se da cuenta de que así
"tapa" la realidad?
Gelman y yo fuimos partidarios del comunismo ruso, después del chino,
después del cubano, y como tal callamos el exterminio de millones de seres
humanos que murieron en los diversos gulags
del mal llamado "socialismo real". ¿No
sabíamos? El no saber, el hecho de creer, de tener una presunta buena fe o
buena conciencia, no es un argumento, o es un argumento bastardo. No sabíamos
porque de alguna manera no queríamos saber. Los informes eran públicos. ¿O no
existió Gide, Koestler, Víctor Serge e incluso Trotsky, entre tantos otros?
Nosotros seguimos en el Partido Comunista hasta muchos años después que el
Informe-Krutschev denunciara los "crímenes de Stalin". Esto implica
responsabilidades. También implica responsabilidad haber estado en la dirección
de Montoneros (Gelman dirá, por supuesto que él no estuvo en la Dirección, que
él era un simple militante, que se fue, que lo persiguieron, que lo intentaron
matar, etc., lo cual, aun en el caso de que fuera cierto, no lo exime de su
responsabilidad como dirigente e, incluso como simple miembro de la
organización armada). Los otros mataban, pero los "nuestros" también
mataban. Hay que denunciar con todas nuestras fuerzas el terrorismo de Estado,
pero sin callar nuestro propio terrorismo. Así de dolorosa es lo que Gelman
llama la "verdad" y la "justicia". Pero la verdad y la justicia
deben ser para todos.
Habrá quienes digan que mi razonamiento, pero este no es un
razonamiento sino una constricción, es el mismo que el de la derecha, que el de
los Neustad y los Grondona. No creo que ese sea un argumento. Es otra manera de
"tapar" lo que pasó. Muchas veces nos callamos para no decir lo mismo
que el "imperialismo". Ahora se trata, y es lo único en que coincido
con Gelman, de la verdad, la diga quien la diga. Yo parto del principio del
"no matar" y trato de sacar las conclusiones que ese principio
implica. No puedo ponerme al margen y ver la paja en el ojo ajeno y no la viga
en el propio, o a la inversa. Yo culpo a los militares y los acuso porque
secuestraron, torturaron y mataron. Pero también los "nuestros"
secuestraron y mataron. Menéndez es responsable de inmensos crímenes, no sólo
por la cantidad sino por la forma monstruosa de sus crímenes. Pero Santucho,
Firmenich, Gelman, Gorriarán Merlo y todos los militantes y yo mismo también lo
somos. De otra manera, también nosotros somos responsables de lo que sucedió.
Esta es la base, dice Gelman, de la salvación. Yo también lo creo.
Lo saludo.
Oscar
del Barco
Carta de Luis Rodeiro
El número con que La
Intemperie cerró el año 2004 estaba lleno de debates
potenciales, que ojalá puedan darse porque de esta manera la revista habrá
cumplido su principal objetivo. Y he escrito la palabra debates, aunque
lamentándolo, porque como dice un amigo sabio, quizá no hayamos alcanzado en el
amplio campo de la izquierda la madurez para el diálogo, que es mucho más rico
que el debate. Por cierto, me incluyo en la primera fila de los inmaduros. El
debate es una confrontación, que muchas veces es saludable y necesario brindar.
El diálogo es un intento de construcción. El debate supone un adversario; el diálogo,
requiere un compañero con el que tenemos un ―algo‖, pequeño
o grande, en común. Ciertamente, no somos ángeles –tampoco demonios- y nuestras
vidas están atravesadas por la historia personal y colectiva de cada uno, de
sus opciones, de sus aciertos o desaciertos y ello siempre pone algo de pasión
en lo que pensamos, decimos, justificamos, planteamos, defendemos. Sin duda, un
intento de diálogo puede concluir en un debate, a pesar de todo, pero siempre
requiere –creo- de una actitud inicial de cierta complicidad y apertura.
Diálogo y debate son instrumentos con consecuencias distintas. En la última
revista, por ejemplo, el excelente artículo de Diego Tatián sobre La Reforma
Universitaria, no se propone un diálogo con Prudencio Bustos Argañaraz, sino
lisa y llanamente una confrontación, porque parten de visiones distintas.
Tatián denuncia el modo de razonar de esa derecha que reivindica la
jerarquía, la tradición, la autoridad, la herencia, la religión y el
conservadurismo moral. Es un objetivo distinto al diálogo. Y está bien que así
sea.
Héctor Jouvé, el amigo sabio (por intensidad de vida) que cito al
comienzo, durante dos números consecutivos de La
Intemperie, nos ha relatado en una larga entrevista la
experiencia, por momentos desoladora, por momentos desgarradora, siempre
valiente, honesta, transparente, del EGP, el Ejército Guerrillero del Pueblo,
la patrulla de Massetti y del Ché en Salta. Sus temas nos deberían haber
convocado al diálogo, nos deberían haber exigido un ejercicio de pensamiento
crítico. Cada palabra de Jouvé está cargada de temas que la izquierda debe asumir
y reflexionar. Sin embargo, produce la reacción de Oscar del Barco, a quien
tanto debemos precisamente en esos menesteres del ejercicio del pensamiento
crítico, para plantear ahora desde un fundamentalismo místico, desde fuera del
mundo, del tiempo, de la historia, pero recuperando la palabra como puñal, la
exigencia de una suerte de ―harakiri‖ previo, que
cierra con su condena toda posibilidad de diálogo. No se puede, no hay
posibilidades de diálogo, cuando lo que expresa no es un razonamiento, como él
mismo lo reconoce, sino un acto de contrición, que es una experiencia personal
e intransferible de un particular estado espiritual, respetable como acto
humano, pero que además se lo exige con desbordada violencia verbal a todos los
protagonistas y no sé por qué razones no reveladas en especial al poeta Juan
Gelman. El relato de Jouvé hubiera merecido mejor destino. El tema central de
la violencia en la teoría y en la práctica de la izquierda merecía un marco de
análisis más sereno, menos retórico. Tengo esperanzas todavía que nos animemos.
Pero no es todo. Porque a su vez, la decisión de la dirección de La Intemperie de publicar la
carta de Del Barco, como un hecho natural de una línea editorial, pero cuyo
texto circuló antes de la edición de la revista en ciertos medios intelectuales
y de la militancia, principalmente porteños, que provocó una reacción de
algunos compañeros y amigos que exigían censura real y hablaban de tratamientos
psiquiátricos, como las de aquellos hospitales –digo yo- de triste memoria en
la historia del socialismo. Actitud que en algunos incluía la amenaza –luego
concretadas- de quita de apoyo publicitario y de distribución. Reaccionaban así,
con fundamentalismo ―militante‖ al fundamentalismo ―místico‖ de Del Barco. El relato de Jouvé, que merecía el diálogo, quedaba
otra vez a la vera del camino, provocando el debate‖ airado: los harakiris‖ versus los tratamientos psiquiátricos‖.
Luis
E. Rodeiro
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